“Cuando lo hicisteis con el más insignificante de mis
hermanos, conmigo lo hicisteis”
Hace unos días murió en Madrid un joven de forma violenta en una
discoteca. Se llamaba Álvaro Ussía. Sabemos que la violencia genera nueva
violencia y que es muy difícil romper esa espiral. Con frecuencia lo observamos a
nuestro alrededor y nosotros, sin quererlo, podemos caer en la misma actitud violenta
en la vida. Sin embargo, la respuesta de los amigos de Álvaro, rotos por el dolor, nos
llena de esperanza: "Ahora estás gozando en el cielo junto a tu padre y tu abuelo. Gracias
porque nos has unido fuertemente en el Colegio Monte Tabor y a todos tus compañeros. Has
cambiado nuestro dolor, nuestro deseo de justicia, nuestra rabia por amor y oración. La muerte
no es el final, es el principio de lo que importa. De lo único que dura para siempre, el
siempre que aquí no logramos medir; donde la amistad, el amor y el humor reinen en
todas las almas, donde no haya dolor ni lágrimas, donde Álvaro esté feliz como era,
como es; alegría y juventud eternas. Pronto nos veremos; espéranos, amigo. Porque ya sabemos
que la muerte no es un adiós, es un hasta luego". El Padre Juan, capellán del Colegio, decía
en la misa que tuvieron el pasado domingo: “El mejor homenaje que le podemos rendir a
Álvaro es el de prolongar su sonrisa y guardar sus talentos como un tesoro en nuestro corazón”.
El viernes tuvo lugar un signo de cómo se responde en momentos tan difíciles como
éste. Fue una concentración pacífica de cientos de jóvenes. Fue una verdadera clase de
educación para la ciudadanía. El P. Juan decía en la oración: “La única venganza del
cristiano es responder con el bien a quien tanto mal nos ha hecho. Si hay algo de lo cual podemos
estar seguros los cristianos es que la muerte no tiene la última palabra”
He querido rescatar este mensaje porque nos invita a la esperanza y a la vida. Son
jóvenes conmovidos con la muerte de un amigo, que, en un día en que la Iglesia nos
invita a mirar la vida eterna, miran más allá del dolor que ahora tienen sus corazones.
Ante la violencia, los amigos de Álvaro han reaccionado con la oración y el
amor. Las Palabras de Jesús resuenan hoy con fuerza: “Cuando lo hicisteis con el más
insignificante de mis hermanos, conmigo lo hicisteis”. La violencia o la paz, el odio o el
amor, la agresión o el perdón, la reconciliación o la venganza. El hombre se encuentra
siempre ante la obligación de optar entre dos caminos. Estamos llamados a ser hijos
de la paz, de la luz y no de la noche y la guerra, y por eso queremos reaccionar con
misericordia y mansedumbre. Cristo nos lo pide: “Amad a vuestros enemigos”. Nos pide
que amemos a aquellos que nos hacen daño, a los que nos rompen, a los que nos roban
lo que más queremos. Sabemos lo imposible que nos resulta este deseo, porque el
corazón humano se siente débil y pequeño y se rebela. Se ve incapaz de devolver amor
cuando ha recibido odio y violencia. Por eso hoy, cuando concluye el año litúrgico con
esta fiesta y la Iglesia mira a Cristo y lo adora como Rey, le suplicamos a Dios que nos
regale un corazón nuevo, un corazón de paz. Hoy lo adoramos con la certeza de que
realmente reina en nosotros. Hoy nos sabemos necesitados de su presencia.
Sin embargo, al mirar a nuestro alrededor, surge la pregunta: “En medio de la violencia
que nos rodea, ¿Dónde reina Cristo? ¿Dónde lo encontramos?”. El Padre Kentenich vivió
varios años en un campo de concentración, donde era muy difícil descubrir la
presencia de Dios reinando. Sin embargo, en medio de tanto odio y dolor, escribió una
oración que expresa el anhelo del corazón, el deseo más profundo de que Dios reine en
el mundo: "¿Conoces aquella tierra cálida y familiar…: donde corazones nobles laten en la
intimidad… donde con ímpetu brotan fuentes de amor para saciar la sed de amor que padece el
mundo?". "¿Conoces aquella tierra… donde ojos transparentes irradian calor y manos
bondadosas alivian los dolores…?". "¿Conoces aquella tierra…donde el amor, como una vara
mágica, transforma con prontitud la tristeza en alegría…, donde el amor une los corazones y los
espíritus?” Se trata de la tierra donde reinan Cristo y María, donde el hombre ha sido
transformado por el amor de Dios. Es la tierra donde el amor se manifiesta en signos
concretos de entregan que transforman la realidad. Es el mundo que soñamos y el que
deseamos ver. El viernes, con este signo pacífico de tantos jóvenes, el corazón decía:
“Estamos cambiando el mundo, estos jóvenes están cambiando la realidad”. Porque Cristo
reina en tantos corazones jóvenes, llenos de dolor y en oración. Cristo reina en esa
respuesta de paz contra el odio y la violencia. Cristo reina cuando es Él el que le da
sentido a la muerte y nos consuela en la tristeza. Cristo nos lo recuerda: Nuestras
acciones determinan nuestra vida para siempre. No son las palabras ni las buenas
intenciones, es nuestro amor o nuestra falta de amor, lo que decide nuestro camino y
nuestra meta final. Las acciones de estos jóvenes manifiestan que Cristo es Rey.
Cristo vino a establecer su reinado en el mundo, y todos anhelamos que reine para
siempre con su Reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia,
amor y paz. Las lecturas de hoy nos ponen ante el final de los tiempos. Dios nos
espera, Dios quiere reinar para toda la eternidad. Dios quiere que nuestro corazón hoy
se abra a su presencia y se pregunte si deja que Dios reine en él. Juan Pablo II, en
referencia al final de los tiempos, al juicio final, decía: “Es sobre todo el amor el que juzga
Dios, que es amor, y juzga mediante el amor. Es el amor quien exige la purificación, antes de
que el hombre madure por esta unión con Dios, que es su definitiva vocación y destino”.
Cristo es el Pastor que cuida de nosotros. Él ha tomado ya la iniciativa y nos ha
buscado en el camino. No quiere que nos perdamos ni que dejemos de practicar el
amor en nuestra vida: “Yo mismo iré a buscar a mis ovejas y velaré por ellas. Así como un
pastor vela por su rebaño cuando las ovejas se encuentran dispersas, así velaré yo por mis ovejas
e iré por ellas a todos los lugares por donde se dispersaron un día de niebla y oscuridad. Yo
mismo apacentaré a mis ovejas, yo mismo las haré reposar, dice el Señor Dios. Buscaré a la oveja
perdida y haré volver a la descarriada; curaré a la herida, robusteceré a la débil, y a la que está
gorda y fuerte, la cuidaré. Yo las apacentaré con justicia. En cuanto a ti, rebaño mío, he aquí que
yo voy a juzgar entre oveja y oveja, entre carneros y machos cabríos”. Este texto es un canto a
la esperanza. Cristo no se desentiende del hombre. Con frecuencia nos quieren hacer
creer que es así, por eso necesitamos escucharlo de nuevo: Él nos busca y nos ama.
El salmo expresa la misma preocupación de Cristo: “El Señor es mi pastor, nada me
falta; en verdes praderas me hace reposar y hacia fuentes tranquilas me conduce para reparar
mis fuerzas. Tú mismo me preparas la mesa, a despecho de mis adversarios; me unges la cabeza
con perfume y llenas mi copa hasta los bordes. Tu bondad y tu misericordia me acompañarán
todos los días de mi vida; y viviré en la casa del Señor por años sin término”.
El Evangelio, por su parte, nos habla del final de los tiempos: “Cuando venga el Hijo del
hombre, rodeado de su gloria, acompañado de todos sus ángeles, se sentará en su trono de gloria.
Entonces serán congregadas ante él todas las naciones, y él apartará a los unos de los otros,
como aparta el pastor a las ovejas de los cabritos, y pondrá a las ovejas a su derecha y a los
cabritos a su izquierda”. Ante esta venida del Señor, ante el amor de Dios en nuestras
vidas, S. Agustín se preguntaba: “¿Qué debe hacer el cristiano? Servirse de este mundo y no
servirlo a él. ¿Qué quiere decir esto? Que los que tienen han de vivir como si no tuvieran. (…)
El que se ve libre de preocupaciones espera seguir la venida de su Señor. ¿Qué clase de amor a
Cristo es el de aquel que teme su venida? (…) ¿De verdad lo amamos? ¿No será más bien que
amamos nuestros pecados? (…) Vendrá y no sabemos cuándo, pero si nos halla preparados, en
nada nos perjudica esta ignorancia”.
El amor verdadero despierta amor y no temor. Hoy la Iglesia celebra a S. Clemente
Romano, Papa. Una homilía suya a los Corintios nos ha llegado y en ella nos hace
recapacitar sobre nuestra actitud ante la vida: “Nosotros procuremos ser contados entre los
que esperan su llegada. Y, ¿cómo podremos lograrlo? Uniendo a Dios nuestra alma con toda
nuestra fe, buscando siempre con diligencia lo que es grato a sus ojos, realizando lo que
está de acuerdo con su santa voluntad, siguiendo la senda de la verdad y rechazando
toda injusticia, maldad, avaricia, rivalidad, malicia y fraude”
El Reino de Cristo se hace presente en acciones que permiten manifestar la realeza
de Cristo. Les dirá Jesús a los elegidos: “Venid, benditos de mi Padre; tomad posesión del
Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo; porque estuve hambriento y me
disteis de comer, sediento y me disteis de beber, era forastero y me hospedasteis, estuve desnudo
y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, encarcelado y viniste a verme’. Los justos le
contestarán entonces: ‘Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, sediento y te
dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?
¿Cuándo te vimos enfermo o encarcelado y te fuimos a ver?’ Y el rey les dirá: ‘Yo les aseguro
que, cuando lo hicisteis con el más insignificante de mis hermanos, conmigo lo hicisteis’.”
El amor a los más insignificantes, a los pequeños, a los necesitados de amor.
Cristo reina entonces allí donde hay amor que alimenta, que da de beber, que hospeda,
que viste, que visita al enfermo o al encarcelado. Es el amor que pasa desapercibido,
que no sale en las noticias. El odio ocupa las primeras planas de los periódicos y
telediarios. El amor no es noticia y tampoco lo es la ausencia de bien: “‘Apartaos de mí,
malditos; id al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles; porque estuve hambriento y
no me disteis de comer, sediento y no me disteis de beber, era forastero y no me hospedasteis,
estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y encarcelado y no me visitasteis’. Entonces ellos le
responderán: ‘Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, de forastero o desnudo, enfermo o
encarcelado y no te asistimos?’ Y él les replicará: ‘Yo les aseguro que, cuando no lo hicisteis con
uno de aquellos más insignificantes, tampoco lo hicisteis conmigo. Entonces irán éstos al castigo
eterno y los justos a la vida eterna’ ”.
El Reino de Dios se manifiesta en el amor, en las acciones y no en las
omisiones que tampoco son noticia. Con frecuencia hay personas que me dicen en la
confesión: “Yo no peco, no hago mal a nadie, ni mato, ni robo”. Pero la omisión es vista por
Dios como ausencia de bien. Esta semana escuchábamos un texto de la Apocalipsis:
“Conozco tus obras, y no eres frío ni caliente. Ojalá fueras frío o caliente, pero como estás
tibio y no eres frío ni caliente, voy a escupirte de mi boca”. Estas palabras del Señor nos
duelen. Nos recuerdan a las de hoy del Evangelio. Nos cuesta reconocer que nuestra
omisión es causa de dolor, y significa una ausencia de amor y de bien.
Hoy le pedimos a Cristo que reine en nosotros. Sin embargo, sabemos que el
Reino de Cristo no se parece a la imagen de realeza que tenemos. Hablar de
reinar nos hace pensar en tres actitudes: el que reina tiene poder, posee bienes y tierras
y disfruta de la vida sin complicaciones. Sin embargo, Cristo es Rey. Y con Él, María es
Reina. Ellos reflejan una realeza muy diferente a la que tenemos metida en nuestro
corazón. Tal vez por eso nos cuesta ver a Cristo como Rey. Él no vino para tener poder
temporal, para poseer bienes que caducaran, para guardarse la vida y evitar el
sufrimiento. Su Reinado no es de este mundo y, sin embargo, comienza con Él en este
mundo. Su Reinado rompe con todos los esquemas humanos que tenemos.
Cristo reina y su poder es el servicio del amor. No es el poder al que estamos
acostumbramos. Tenemos metido en el corazón que el que tiene poder logra que todos
le sirvan y atiendan. Es el poder al que nos invita el mundo. El poder de la
inteligencia, de las capacidades humanas. El que reina en el mundo es el que ha
triunfado. Los deportistas, los políticos, los actores, etc. Aquellos que han hecho
realidad sus sueños. Los que tienen muchas personas a su cargo. Los que mandan y
son obedecidos. El poder de este mundo es el poder que no podremos llevar a la vida
eterna. Ante la muerte de Álvaro, con solo 18 años, el corazón se confronta con lo
pasajero de la vida y lo absurdo de muchas de nuestras preocupaciones y miedos. Dios
viene a nuestro encuentro y nos quiere encontrar libres de tantas ataduras y miedos.
Cristo reina y su única posesión es la pobreza, que es confianza. El reinado de
Cristo es pobre. No tiene lujos ni ostentaciones. Es la pobreza del corazón que se
abandona y confía. Cristo reina en los pobres. Cristo reina cuando nuestro corazón vive
desapegado de tantos bienes que nos quitan la paz. Ante la muerte, ante los momentos
importantes de la vida, el corazón se da cuenta de todo lo que es caduco y pasajero. Y
entonces desprecia lo que en ocasiones puede quitarle la paz verdadera. Dejemos que
reine Cristo en nuestro corazón y liberémoslo de todo lo que impide su presencia.
Cristo reina y su forma de vivir es entregar la vida por amor. El reinado de
Cristo es darlo todo por amor. En la sociedad en que vivimos muchas veces sentimos
que tenemos que disfrutar de la vida sin pensar en nada más. Y entonces la vida se nos
escapa de las manos sin llenar cada segundo de gestos de amor. La Madre Teresa hizo
realidad en su vida el grito de Cristo desde la cruz “tengo sed”. Ella decía que en los
enfermos, en los pobres, en nuestros hermanos era a Cristo a quien cuidábamos. Si
tratamos con tanto respeto la hostia en la que Cristo se hace carne, cuánto más el
cuerpo de los que sufren, donde Cristo sufre hoy: “Hacer cosas ordinarias con un amor
extraordinario: cosas pequeñas, como asistir a los enfermos y a los que no tienen casa, a quien
está solo o no es deseado, lavar y limpiar para ellos. […]. Amemos…no en las grandes cosas,
sino en las pequeñas cosas hechas con un gran amor.(…) Nosotras servimos a Jesús en los
pobres. Vamos en su busca. Lo consolamos en los pobres, en los huérfanos, en los moribundos.
Pero todo lo que hacemos es por Jesús. Nuestra vida no tiene otras razones ni motivaciones”.
En el Evangelio, tanto los que hacían el bien como los que pecaron por omisión, parecía
que no habían visto a Cristo en el hermano. Si viviéramos con la certeza de que Cristo
está presente en el hombre, tal como lo vivía la Madre Teresa, seguro que nuestras
actitudes y gestos serían muy diferentes. No nos atreveríamos a herir a Cristo hecho
carne a nuestro lado, no despertaría nuestra violencia. Sería amor lo que suscitaría su
presencia junto a nosotros. Hoy le pedimos a María que nos ayude a ver a Cristo en las
personas a las que queremos, pero sobre todo, en aquellos a los que sentimos más lejos.
Hoy le pedimos a Ella que nos enseñe a hacer realidad el Reinado de Cristo
en el mundo, a través de gestos sencillos de amor, de misericordia y de paz.
1 comentario:
Aunque el texto es interesante, nos gustaría que pudieras modificar la entrada para tener el texto un poco más compacto, pues alarga en exceso la página.
Saludos
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