DOMINGO VI-A (16-02-2014)
Los Hombres, a lo largo de la historia y en todos los órdenes (religioso, político, social) han ido creando estructuras que, en principio, les han facilitado la subsistencia (pensemos en los vestidos, las casas, las herramientas, los pueblos, imperios, etc.). En muchas ocasiones estas estructuras, con el pasar de los tiempos, se han ido modificando para adaptarlas a los tiempos, pero también otras muchas se han fosilizado y lo que hacen es entorpecer la vida y a veces la asfixian y matan. La religión judía y la religión católica no son ajenas a estos procesos y hoy la Palabra de Dios nos invita a poner ojo avizor.
La 1ª lectura (Eclo 15, 16 – 21) es un canto a la libertad del hombre frente a Dios y por lo tanto a la responsabilidad del hombre a la hora de hacer opciones en su vida. Libre para elegir por los caminos que llevan a la vida o por los que llevan a la muerte: responsable en construir una civilización para la vida o una civilización para la muerte; una cultura de la vida o una cultura de la muerte. El hombre no está predeterminado para obrar necesariamente en un sentido, ni está debilitado o imposibilitado para optar por otro sentido. El hombre no está sometido a ningún carma, a ningún fatalismo, a ningún dios controlador, a ningún sino. También es verdad que el hombre no puede permanecer indiferente o sin tomar una opción. Debe elegir entre la vida y la muerte; entre el bien y el mal. El hombre debe hacerse a sí mismo y hacerse con los demás. El “no hacerlo” es ya una opción por la deconstrucción de sí mismo. El Pueblo de Israel, dice la Sabiduría, tiene bien claro que el camino que lleva a la vida es la Ley del Señor.
Como las cosas no están siempre tan claras, y porque el hombre tiene un corazón capaz de retorcer o enturbiar lo que está recto y claro, la misma Ley de Dios ha sido retorcida o enturbiada de tal forma a favor de unos pocos que los profetas y finalmente Jesús han querido poner el dedo en la llaga para repristinar en su justa medida el alcance de la Ley de Dios.
La Ley de Dios (los 10 mandamientos) había pasado de ser cauce de libertad a ser yugo de opresión. Prácticamente impracticable. Primero porque se había concretado en tantos mandamientos (más de 600) que casi nadie podía conocerlos en su totalidad; y después porque se había caído en el cumplimiento de la literalidad de la ley como indicativo de perfección y santidad y se pasaba de lejos del espíritu de la ley o de la “vida” que subyace a toda ley a la que ésta pretende servir.
El Evangelio de hoy (Mat. 5, 17-37) nos presenta a Jesús frente a la Ley. No “enfrentado” sino “confrontado” con la ley y las interpretaciones que sobre ella habían hecho los entendidos en leyes.
No podemos olvidar que San Mateo, en el Sermón de la Montaña, traba una labor de substitución por cumplimiento plenificador de la ley mosaica por la ley evangélica. Igual que Moisés sube al monte para recibir las tablas de la Ley, Jesús sube al monte y, sentado, pronuncia las bienaventuranzas. La “nueva ley” que no anula sino que lleva a plenitud la antigua ley. Y esto lo quiere dejar claro desde el inicio, el evangelista: “No he venido a abolir la ley sino a llevarla a su plenitud”. Jesús no es revolucionario cambiando la ley, sino que es revolucionario llegando a la raíz. Es radical pero no extremista. Su revolución se enraíza en lo profundo del hombre, en el corazón; ahí donde se encuentra el hombre con la presencia de Dios.
Nunca podemos olvidar que la Ley (los mandamientos de Dios) nacen del corazón de Dios que ama al hombre desde siempre y por siempre y sin límites. Dios se la juega creando al hombre libre capaz de elegirle a Él como fundamento de la vida y también capaz de negarle a Él su puesto, su existencia, su invitación al encuentro, al diálogo y a la comunión. Una ley que nace del amor no puede ser otra cosa que un indicativo del camino que lleva a la Vida. Por eso Jesús hace su relectura de la Ley desde este presupuesto y desde ahí llega hasta las últimas consecuencias del amor. La ley de Dios, sería algo así como un indicativo de mínimos, pero nunca desde la exterioridad o desde el cumplimiento puramente literal. Esos mínimos siempre convocan a la persona entera e invitan a un continuo crecimiento que lleva hasta límites insospechados; quizás ni siquiera límites porque el límite es el mismo Amor de Dios que no tiene límites. Para Jesús los límites son “obrar toda justicia” (sus primeras palabras en la vida pública) que es igual a obedecer a Dios en todo momento, siendo justos, santos, fieles al estilo de Dios mismo.
El evangelio de hoy desarrolla un primer tramo del sermón del monte donde Jesús afronta este tema de la justicia pedida por Jesús para vivir según la ley de Dios.
La ley de Dios dice “no matarás”. Jesús añade (no niega el no matarás) que no basta con no mancharse de sangre sino que hace falta llegar a apostar permanentemente por la vida. El límite del amor al otro no llega solo al respeto de la vida biológica sino que se puede llegar hasta dar la vida por el otro. Es necesario sacar del corazón todo aquello que nos lleva a eliminar al otro de nuestra vida. Odios, maledicencias, juicios, acusaciones, separaciones, huidas. El “otro” siempre es mi hermano y siempre merece por mi parte un trato de acogida, apertura, perdón y misericordia. El límite, Jesús lo vive en la cruz cuando dice: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
La ley dice “no cometerás adulterio”. Por supuesto, pero Jesús añade algo más. La fidelidad, la castidad se vive en el corazón. Incluso la donación de cuerpos en el matrimonio se vive desde el corazón. Debe tender siempre al ejercicio del don de la persona, de la entrega total de un yo a un tú, que juntos forman el “nosotros” del matrimonio. El matrimonio es indisoluble por la radicalidad del amor y no por ley externa alguna. El matrimonio será sacramento del Amor de Dios si se vive desde esta actitud de encuentro, de donación y de entrega. El matrimonio no siempre es fácil mantenerlo o vivirlo, pero si lo hacemos desde esta radicalidad en Dios es apasionante y siempre creciente. Hay que foguearlo permanentemente y cuidarlo como la vida misma, pero nunca deja de ser camino abierto hacia el crecimiento y la plenitud del amor que se hace Amor.
La ley dice “no jurarás en falso”. Ciertamente no jurarás. Jesús añade o va más allá invitándonos a la sinceridad sin límites y a apoyarnos justamente en la interioridad o en el valor de la misma persona en sí misma. La palabra debe expresar siempre la interioridad. Si digo “SI” es si en toda su amplitud. No tener subterfugios, escaqueos, camuflajes o desintereses. En mi palabra está comprometida toda mi veracidad, todo mi valor, todo mi ser. En el “sí” comprometo toda mi vida. Y hay síes que lo son para siempre. Además el jurar puede falsear a Dios o manipular a Dios o querer ponerlo a mí servicio. Y esto no se puede hacer. Dios no debe ser utilizado nunca como escudo o paracaídas; ni como justiciero ni como justificador. Una vez más decimos: dejar a Dios ser Dios.
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