¡Es Pascua! ¡Cristo ha resucitado! ¡Él vive! ¡Nos hace partícipes de su Vida!
Sólo Dios nos quiere de forma absoluta por lo que somos, hasta el punto de que, viendo el extravío de los hombres, nos ha enviado a su Único Hijo, Jesucristo. Él ha muerto y ha resucitado para librarnos del pecado y de la muerte y darnos su misma Vida.
Cristo es el Vino nuevo que nunca se acaba. Los hombres hasta nos resignamos a vivir una vida aguada, insípida, triste, mediocre, ¡y en pecado! Cristo, sin embargo, ha resucitado para sacarnos de este lío, de este drama existencial. Y lo grande es que nosotros, por el bautismo somos liberados del pecado y regenerados como hijos de Dios, llamados a ser miembros de Cristo y somos incorporados a la Iglesia y hechos partícipes de su misión. ¡Qué dignidad nos ha sido regalada! Por el bautismo hemos entrado en la vida de la Santísima Trinidad a través de la configuración con el misterio pascual de Cristo. Hemos sido ungidos por el Espíritu Santo, en Cristo somos sacerdotes, profetas y reyes.
Pues bien, Cristo quiso nacer y crecer en el seno de la Sagrada Familia de José y María. La Iglesia no es otra cosa que la “familia de Dios”. Por eso las familias católicas son una preciosa isla de vida cristiana muchas veces en medio de un mundo no creyente e incluso hostil. Por eso han de recordar cada día que tienen su fortaleza en el sacramento del matrimonio, que toda la vida cristiana está marcada por el amor esponsal de Cristo y de la Iglesia, que ya el bautismo es un misterio nupcial y que el matrimonio es un signo eficaz, sacramento de la alianza de Cristo y de la Iglesia.
La Pascua es pues un tiempo para redescubrir lo que somos en Cristo, que sólo Él es el agua viva, que sólo en Él hemos de poner toda nuestra esperanza, que sólo en Él podemos amar del todo y limpiamente, y desplegar lo que somos de verdad y por Gracia. Lo malo es que muchas veces ponemos a otro en el lugar que sólo Dios debe ocupar, o esperamos de otro lo que sólo de Dios podemos esperar. Y eso destruye, o al menos desactiva y neutraliza, el poder del matrimonio y la familia vividos en Cristo. No podemos pedir al otro, ni siquiera al propio cónyuge, lo que no nos puede dar: eso es en el fondo una pura idolatría. Lo único que puede llenar plenamente el corazón es el Vino nuevo del Amor de Cristo. Todo lo demás tiene fecha de caducidad y límites concretos y reales. Por eso hemos de aprender a amar en nuestras familias desde el Amor que Cristo nos infunde y aceptando nuestras limitaciones. No podemos olvidar que Él nos ha amado y nos ama siendo pecadores.
La Virgen María, maestra de la fe, nos enseña que, al ver que nos falta el Vino, que tenemos problemas, no se trata de buscar culpables, sino de acudir a Cristo y hacer lo que Él nos diga. Por eso sigue siendo verdad que una familia que reza unida, permanece unida, con tal que dicha oración sea sincera y verdadera. Es decir, la familia tiene que poner de verdad a Cristo en el centro y dedicarle la atención y el tiempo mejor. Cristo no puede ser una especie de adorno o muletilla. Cristo es “Dios e Hijo de Dios”, como le gustaba decir a San Francisco de Asís, por eso u ocupa el centro de la vida personal o familiar, o desgraciadamente hemos decidido, de hecho, prescindir de Él en nuestra vida. Se habla de la apostasía silenciosa de Europa, pero por qué no nos preguntamos en qué medida hemos apostatado también nosotros. La salida del laberinto siempre es la misma, volver a Cristo, acoger su obra redentora, vivir su salvación, y recordar lo que siempre le sustentó a Jesús (“mi alimento es hacer la voluntad del Padre”) y a María. ¡Cuánta luz puede arrojar una respuesta sincera a estas cuestiones!
El Papa nos llama insistentemente a una Nueva Evangelización. Las familias tienen aquí una gran tarea. Una familia será evangelizadora cuando se vea que sus miembros se quieren de verdad, cuando vivan el Evangelio con pasión, cuando muestren con naturalidad al mundo que ni Dios ni la doctrina de la Iglesia quitan nada al hombre, sino que más bien dan plenitud y sentido a todo lo humano, incluso al sufrimiento, el dolor y la muerte. No olvidemos que todo el mundo entiende el lenguaje del amor, porque Dios es Amor y todos hemos sido creados a su imagen y semejanza. Si nuestra vida no evangeliza es por nuestra mediocridad. Y lo que no vale es tirar la toalla. Hemos de reconocer que nuestra vida puede ser más fiel a Cristo y a la Iglesia, y así ser más luminosa para este mundo.
Nuestros matrimonios sólo pueden regenerar su vida en Cristo, amarse en las estrecheces y problemas de la vida diaria, perdonarse siempre, orar en todo tiempo y circunstancia, luchar para que Cristo resplandezca en su hogar por medio de una vida sencilla, casta y siempre dispuesta a secundar las mociones del Espíritu Santo. Nuestros hijos, si ven esto, si son amados por lo que son y son orientados sin ambigüedades según el magisterio de la Iglesia, tendrán un fundamento sólido para vivir la vocación que Dios les dé y así ser fermento en medio de este mundo que, aún sin saberlo, busca a Cristo.“¡Familia, sé lo que eres!” (Beato Juan Pablo II).
Fray Gonzalo Fernández-Gallardo, OFM Conv.,
consiliario diocesano del MFC de Madrid
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