viernes, 27 de febrero de 2015

Catequesis 3 del MFC sobre Santa Teresa

Encuentros con Teresa de Jesús
III. LA MÍSTICA

            Decía León Felipe que “para cada hombre guarda un rayo nuevo de luz el sol y un camino virgen Dios”. Sin duda el camino de Teresa de Jesús ha sido especial, pero también comporta un recorrido en su experiencia religiosa con las connotaciones de cualquier persona que despliega esa necesidad natural de abrirse a lo trascendente. Teresa es una mujer que busca siempre la cercanía amorosa de Dios, y su íntimo sentimiento de trascendencia explica que las aparentes ausencias temporales de Dios las viviera con dolorosa desgarradura del alma. Le duele no sentir su presencia porque Él era el eje alrededor del cual giraba su vida, que se tejía en el telar de Dios de la mano de María. Teresa podría hacer suya la frase de R. Tagore: “Yo vi en el suelo de mi vida las pisadas de Dios”. Como señala Jesús Barrena, en su desarrollo espiritual se podrían distinguir cinco etapas o “Dioses” de Teresa: El creador (Teresa niña), el retribuidor de los méritos (Teresa joven), el padre (Teresa de Cepeda), el esposo (Teresa de Jesús) y el presente en el prójimo y el desvalido (Madre Teresa).

En una casa grande y llena de hijos (tres hermanas y nueve hermanos) vive desde pequeña la religiosidad que le transmiten sus padres, que eran “virtuosos y temerosos de Dios”. Teresa, que juega a los ermitaños con su hermano Rodrigo, piensa que Dios nos ofrece una eternidad feliz y dichosa, y anhela disfrutarla cuanto antes, por eso desea ir a tierra de moros para ser degollada. Para ella Dios es bueno, generoso, y nos regala a bajo precio (pues creía que no eran muchas sus exigencias) una vida eterna llena de grandes bienes. De sus lecturas y reflexiones le “quedó en esta niñez impreso el camino de la verdad”, un camino que continuaría en su juventud.

Es de señalar cómo la muerte de su madre, cuando tenía catorce años, le afligió tanto que “me fui a una imagen de nuestra Señora y le supliqué con muchas lágrimas que fuera mi madre”. Aparece así el Dios de la adolescente, con rostro de madre, para que acoja los secretos que comienzan a bullir en su intimidad. También es la edad del coqueteo, las vanidades y el olvido de las prácticas religiosas, algo que no cesará hasta su ingreso en el internado de las Madres Agustinas, y el posterior descanso por enfermedad, donde reflexionará sobre el futuro de su vida. No fue fácil el discernimiento vocacional, pues como ella cuenta también le atraía la vida matrimonial, pero al final decide hacerse monja ingresando, a escondidas de su familia, en el convento de la Encarnación a sus veinte años. Se marchó “movida por una luz de parecerme todo de poca estima lo que se acaba, y de mucho precio los bienes que se pueden ganar con ello, pues son eternos”. El Dios que vivencia la joven Teresa es el que premia y paga con moneda eterna. El que le enseñó lo más difícil de aprender en la vida, qué puentes hay que cruzar y qué puentes hay que quemar.

Teresa Sánchez de Cepeda y Ahumada celebró su profesión religiosa el 5 de noviembre de 1537, a los veintidós años de edad. Es un tiempo de misericordia y siembra interior esperanzada, en el que a la religiosa de la Encarnación se le revelaría un nuevo rostro de Dios, el del Padre. La sequedad que sentía en el alma se torna en gran ternura, y siente deleite por todas las cosas de la religión. Teresa advierte que, sin dejar de mirar a lo alto, podía dirigir la mirada a su interior, donde ya se percibía y descubría ella misma como morada de Dios. Anhela que su alma tenga una gran comunicación con Dios, y apunta a un doble camino para ello: que nos conozcamos más a nosotros mismos, y que tomemos contacto directo con el Padre a través de la oración. El propio conocimiento nos lleva a la humildad, que para ella es una de las virtudes “emperadoras” que acorta la distancia entre el alma y Dios. La humildad, trabajadora y silenciosa en la colmena del alma, labra sin prisa y sin tiempo la miel de la propia verdad. Y la oración es la puerta para entrar en el castillo interior, llegar a una verdadera comunicación con Dios y adquirir la familiaridad del Dios Padre: “Me comenzó a regalar tanto por el camino de la oración, que me hacía merced de darme oración de quietud, y alguna vez llegaba a la unión”.

“Vengamos ahora a tratar del divino y espiritual matrimonio, aunque esta gran merced no debe cumplirse con perfección mientras vivimos” (Moradas VII, 2). Teresa descubre poco a poco que más allá del Dios Padre puede haber aún otro rostro de Dios con el que se pueden establecer comunicaciones más estrechas: el Dios Esposo. Sin ánimo de devaluar el trabajo que compete a la razón, tampoco quiere sobrevalorarlo (que es lo que reprocha a algunos teólogos), pues sabe, como diría Pascal, que “conocemos la verdad no solo por la razón, sino también por el corazón” (Pensamientos, 282). Ahora es consciente que deberá seguir un proceso de despojo y purificación, para no encontrar nada que obstaculice el encuentro amoroso con Dios. El 1554, año de su segunda conversión,  cuando contaba treintainueve de edad, fue para ella un tiempo de frontera en el proceso de su madurez liberadora dejando su vida de “gusano” y pasando a la de “mariposa”. Es el maridaje de Teresa con Jesús, que no teoriza sobre Dios sino que lo experimenta hasta límites insospechados de enamoramiento espiritual, con visiones, arrobamientos y éxtasis. Teresa vivió experiencias místicas difíciles de explicar, pero con el visto bueno de maestros tan ilustres como Juan de Ávila, se sintió libre y agraciada por el regalo que el Señor le había concedido.

“Es menester que no pongáis vuestro fundamento sólo en rezar y en contemplar. Si no hay ejercicio de las virtudes os quedaréis enanas. Marta y María han de andar juntas para hospedar al Señor” (Moradas VII, 4). De esta manera Teresa insiste a las hermanas en que son las obras y no las palabras las que dan el mejor testimonio. Aunque ya se encontraba instalada en la cumbre de las cosas de Dios, es de destacar el puesto preferente que la Madre Teresa concede al amor al prójimo junto al amor a Dios, pues lo que hagamos a los otros es como si lo hiciéramos con Él. Para ella es importante la apertura a los demás, la dimensión comunitaria,  y su realización en libertad. Por eso parece anticipar estas palabras de Luis Rosales: “El amor al prójimo y la liberación personal se interrelacionan como la causa y el efecto, porque quien no ama al prójimo no sabe en qué consiste la libertad”. Para Teresa es claro que “algunas personas, mientras más adelante están en la oración, más acuden a las necesidades de los prójimos”, y que “nunca nuestro Señor hace una merced tan grande sin que parte de ella alcance a más que la misma persona” (Fundaciones 22,9), es decir, que Dios nos concede su riqueza espiritual para que la compartamos con el prójimo. El reparto que hacía de las limosnas que le daban, el cuidado de las hermanas enfermas y la preocupación por los más pobres y desvalidos, atestiguan que Teresa  fue una mujer, una santa, que contempló el cielo sin dejar de mirar el suelo.

Si la mística es, como señalan algunos, el Misterio que se revela como la presencia, en lo más íntimo del sujeto, de la más radical trascendencia, y nos invita a llegar a la “séptima morada” recorriendo las vías purgativa, iluminativa y unitiva, descubriendo progresivamente el verdadero y amoroso rostro de Dios, no cabe duda que Teresa de Jesús fue una gran mística. Ella, también hoy, nos anima, según los talentos y carismas de cada uno, a seguir su camino desde nuestro “castillo interior”.



v PARA LA REFLEXIÓN Y EL DIÁLOGO


Ø ¿Qué destacarías del proceso espiritual de Teresa de Jesús?

Ø ¿Cuáles son las principales dificultades que ves para acceder a la experiencia mística?

Ø ¿Tú, y tu comunidad, en qué estadio espiritual os encontráis?




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